EL ALACRÁN DE FRAY GÓMEZ
-¡Alabado
sea el Señor!
-Por
siempre jamás, amén. Entre, hermanito -contestó fray Gómez.
Y
penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera efigies del
hombre a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la
proverbial honradez del castellano viejo. Todo el mobiliario de la celda se
componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin
colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.
-Tome
asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae -dijo fray Gómez.
-Es
el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal...
-Se le conoce y que persevere
deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la
otra la bienaventuranza.
-Y
es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no
cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en
mí.
-Me
alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude.
-Pero
es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme
tarda...
-No
desespere, hermano, no desespere.
-Pues
es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por
quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el
caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo:
-¡Ea!,
Jerónimo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez, que si él lo
quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro. Y
es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego
que me preste esa cantidad por seis meses, seguro que no será por mí quien se
diga: En el mundo hay devotos de ciertos santos; la gratitud les dura lo que el
milagro; que un beneficio da siempre vida a ingratos desconocidos.
-¿Cómo
ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese caudal?
-Es
el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me
dejará ir desconsolado.
-La
fe lo salvará, hermano. Espere un momento.
Y
paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un
alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez
arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la ventana, cogió con
delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hacia el
castellano viejo le dijo:
-Tome,
buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí, devolvérmela dentro de seis
meses.
El
buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y
más que de prisa se encaminó a la tienda de un usurero.
La
joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era
un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica esmeralda
engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos.
El
usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al
necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó
en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses.
Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el
agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por
más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de
joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.
Y
con este capitalito le fue tan prósperamente en su comercio, que a la
terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta en el mismo papel
en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.
Éste
tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición
y dijo:
-Animalito
de Dios, sigue tu camino.
Y
el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.
Y
vieja, pelleja, aquí dio fin la conseja.
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